miércoles, 1 de septiembre de 2010

Seattle

La oscuridad teñía la habitación sumiéndola en una profunda penumbra. Todo estaba tranquilo, y lo único que se oía era el continuo teclear de esa flamante Canon Typestar 110 de 1989, la nueva máquina de escribir electrónica. A su lado ese disco recién comprado, “Bleach”, y un viejo número de la Rolling Stone de agosto mostrando a Axl Rose posando en la portada, con las manos en la cintura, americana marrón remangada y una mirada que decía “me voy a comer el mundo”… La máquina sonaba y sonaba. Por las ventanas apenas se podían percibir las farolas que iluminaban aquella pequeña calle residencial del extrarradio urbano. Por la calle no había un alma, y lo único que traspasaba los cristales del cuarto era algún que otro ladrido de perros con ganas de despertar vecinos a altas horas de la madrugada.

Sus tejanos, sus botas llenas de tierra, su camisa de franela a cuadros, y su melena; conformaban una figura que se afanaba en escribir cada palabra. Ese aspecto ojeroso y desaliñado con barba de varios días y unos jóvenes ojos clavados en el papel no parecía el propio de uno de los habitantes de aquella zona de clase media alta. Ni de ese salón estilo colonial. Aunque la mochila llena, y envejecida por muchos años en el desván familiar, junto a una funda de guitarra con una pegatina de los Pixies era muy descriptiva.

Terminó de teclear. Se levantó del escritorio firme y decidido. Apartó la silla a un lado con la decisión que no había mostrado nunca en el seno familiar. Esa era la carta definitiva de adiós. Con ella ponía fin a una vida tranquila en una pequeña calle de Michigan y a las 6.00 AM cogería un bus a Seattle, donde estaba triunfando cada banda que salía. Con ese último “bye” terminaba el prometedor futuro como cirujano. Ese Ford que compraría cuando se casara. O esa casa blanca con jardín delantero a las afueras de Chicago. Pero empezaban otras cosas…

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