domingo, 5 de septiembre de 2010

Sillón de terciopelo


Coge el teléfono de la mesa, bruscamente, como si él fuera la culpa de sus males. Su pecho está oprimido como tiempo atrás. Mientras, su mirada se pierda en esa pared blanca que semeja una puerta hacia el infinito. Marca las teclas despacio y con miedo. El miedo que se tiene ante la incertidumbre de cómo será la respuesta. El teléfono da señal, y Él se sienta en ese sillón de terciopelo rojo y mirando la pared. Se oye una voz al otro lado de la línea. Suave y dulce como jirones de seda. Se saludan, con naturalidad; no es la primera vez y puede que tampoco sea la última. Hablan poco rato, se despiden con esa misma naturalidad farisea. Como si su discurso fuera un automatismo dice “adiós”, “nos vemos”, “espero que te lo pases bien”… Mecánico y seguido, porque no puede dejar vislumbrar lo que hay por detrás. Un laberinto dentro de su propia cabeza cuando habla con “Ella”. No sabe qué dirección tomar, así que opta por lo mecánico, seguro. Cuelgan. Se recuesta en el sillón de terciopelo. Estira las piernas mientras crujen todos los huesos de su cuerpo. Agarra el teléfono y calva los ojos inyectados en rabia e impotencia y lo lanza con esa pared tan escalofriantemente blanca. Acaricia las orejas del sillón con las yemas de los demos, cierra los ojos y se queda recostado en paz.

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