
Las hojas del otoño se cruzan en su mirada, mientras el
viento agita sobre su cabeza unas ramas cada vez más muertas y vacías. Ella era
un reflejo de aquel árbol en medio de un hierba verde y llena de vida,
contrastando con un ambiente festivo que parecía vivirse a su alrededor. Bajo
esas ramas esperaba, mientras el parque del campus bullía de vida. Su pelo
corto trataba de tapar, bailando entre la fría brisa, unos ojos azul claro en
los que parecía leerse el dolor y la amargura de una figura abandonada y sombría.
Donde su cuerpo es más oscuro que la sombra que proyecta. A pesar de frío
húmedo que le calaba los huesos, seguía allí esperando. Ella como aquel árbol.
Poco a poco se desvanecía en una mar de vida, como aquel árbol por el cual,
verdes enredaderas no cesaban de crecer y cuyas hojas no paraban de caer. Como
aquel árbol, desmoronándose poco a poco en medio de todo aquello, como si a todos
los que la rodeaban no les importara. Es difícil saber cómo llegó a ese punto,
pero al igual que el cambio de estación, es lentamente. Son pequeños momentos
los que la condujeron al pie de ese árbol medio muerto, y comenzaron en el
momento en el que en ella calló la primera hora. Estaba asfixiada por aquellas
enredaderas que le apretaban el cuello y el cuerpo, que le impedían respirar y
sentirse libre, cuyas hojas verdes eran mecidas por el viento entre fuertes
movimientos y posturas retorcidas que tentaban librarse de ellas y romperlas.
Como cada marca hecha en aquel viejo
tronco estaba ella, llena de pequeñas heridas que acababan por desangrarla
mientras el rojo escarlata fluía más rápidamente cuanto más trataba de zafarse
de esa asfixia desmedida. Cicatrices, que cuanto más luchaba más profundas
eran. Allí podría tumbarse en esa alfombra verde, llena de vida, para que el
suelo se hundiera y la tragara a dos metro bajo tierra. Donde las enredaderas y
los restos de hojas caídas, los restos de ella misma, la cubrían y dejaban ese
lugar como una tumba sin nombre.
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