jueves, 12 de noviembre de 2009

Los viejos, y tan viejos tiempos,

La noche era cerrada. La solemnidad reinaba, rodeada por un aura de misterio y miedo que encogía el pecho al más valiente. Las estrellas no se atrevían a asomarse. Los cuervos no aparecían. La hierba no crecía. El cementerio estaba tan muerto como sus eternos inquilinos.

Sin embargo, algo sucedió. Un sonido chirriante que provenía de las viejas y oxidadas puertas del cementerio rompió esa “harmonía”.

Él caminaba con un paso tembloroso y un pecho desbocado, más que por el temor a ser descubierto, por el ansia de recuperarla. Enfilando un camino en la oscuridad, con la única ayuda de una vieja lámpara de aceite.

Su mano portaba una vieja, pero útil, pala. Cuando llegó a su destino comenzó a cavar. Estaba en la tumba número 13.

Sus ropas, dignas de una de las mejores familias burguesas de aquel Madrid de los tiempos Ominosos, se manchaban con el polvo y la tierra. La luz que portara no duraría mucho. El aceite de esa lámpara no duraría eternamente, y no quedaba más. Debía darse prisa.

Dos metros más en lo profundo de la tierra, se hallaba su anhelo: ella. La joven de los ojos, que en vida fueron verdes. Abrió el ataúd con impaciencia, deseoso de volver a abrazar ese cuerpo, ahora ausente de vida, pero que tiempos tuviera tanta.

Abrió el ataúd… allí estaba ella.

La luz se marchó… y él no regresó, jamás.

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