jueves, 19 de noviembre de 2009

El niño con la camisa rosa I

Toda novela tiene personajes. Cada personaje, una historia; cada historia un final. A mi humilde parecer no somos más que los personajes de nuestra propia novela, comparación que cualquiera podría sacar. A pesar de que yo no soy más que el protagonista egocéntrico de mi propia novela, la cual es escrita casi con mi propia sangre, mi vida. Me veo en la obligación de presentar al mayor producto que mi orgullo pudo parir.

El chico en cuestión se llama Robert. No hablamos de un personaje que encarne las cualidades novelescas de uno de los grandes personajes de la literatura: no es un Rodión Románovich, un Jim Hawkins, ni un Don Juan… es otra persona más en la gran metrópolis de Oldcastle. Una ciudad al norte de Inglaterra, cerca de la frontera con Escocia.

Robert, también conocido como Rob por sus amigos, Robert por sus profesores y “RobbieRaro” por aquellos que le odiaban. El chico vestía una camisa rosa entallada, con las mangas remangadas hasta los codos. Unos vaqueros nuevos que “mami” comprara en Tommy Hilfiger el fin de semana pasado (al niño no valía nada que no fuera de calidad) unas zapatillas de deporte que desentonaban bastante con esa camisa tan bien parecida. No desentonaban por ser unas zapatillas de deportes de marca, sino porque tuvieron tiempos mejores: en el 92 cuando él todavía estaba pataleando el vientre de su madre desde dentro.

La verdad sea dicha, Rob no era un chico feo. Físicamente no parecía un inglés del norte; todo lo contrario. Tenía unos cabellos castaños, siempre limpios y con un aroma a lavanda que le seguía fuera donde fuera. Un pelo ni muy corto, ni muy largo. Su tez era morena y con unos lunares en las mejillas que le habían ganado más de una burla en clase. Era alto, delgado y de complexión atlética: todo un jugador de rugby, eso sí suplente de por vida.

Su sonrisa era delicada, perfecta como si hubiera sido tallada por el propio Bernini; su mirada profunda con esos ojos verde oscuro, traspasaba a quien fuera, pudiéndole dar un aire de psicópata o de sensual conquistador. Una lástima que no supiera usar esos ojos, eran armas diabólicas.

Rob caminaba por calle cara un día que, pensaba, sería para recordar. Se dirigía, a través de un mar de multitudes en un mundo de hormigón, a un gran concierto. El de Madonna.

“Joder, hoy me lo voy pasar de puta madre.”Pensó Rob, mientras una paloma sentía la imperiosa necesidad de aligerar carga sobre el joven. Una buena cagada para dar un toque de color al rosa de la camisa.

Menuda forma de comenzar ese día tan “inolvidable”.

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