jueves, 21 de enero de 2010

Llueve en la ciudad

Estaba apoyado en la balaustrada del balcón, admirando las vistas. La lluvia repiqueteaba suavemente en la piedra, dejando una suave melodía. Las gotas se deslizaban con delicadeza a lo largo de su rostro, cabizbajo e inexpresivo. Demasiado era lo que sus músculos faciales debían mostrar, y eso dejaba una piel aséptica, libre de sentimientos; pues todo iba por dentro. Lo único capaz de mostrar su estado era la ciudad. Vacía, ausente de vida. Desierta a causa de la incesante lluvia que no diera descanso alguno en toda la tarde, y que desde la puesta de sol obligó a los transeúntes a refugiarse en sus casas, cobijados del frío en cálidas y coloridas mantas de lana, en sus sofás de terciopelo, con el olorcillo de sopa de pollo caliente que desprenden sus flamantes cocinas. Pero él no tenía una deliciosa sopa de pollo, para qué la quería; ni mantas, de numerosas variedades cromáticas, hechas de lana; ni un sofá de terciopelo, ni estufas que desprendieran calor alguno. En ese momento solo tenía su balcón. Su balcón, con cada balaustre labrado en una piedra envejecida y desgastada por los años, que antaño mostraba una detallada hoja una de acanto en su base. Él se mostraba como esas calles inertes, que únicamente albergaban riachuelos, que recorrían el frío y oscuro asfalto, alumbrado por las farolas milimétricamente colocadas en las aceras. Eran iguales, la ciudad y Él. Él siempre decía que uno debía vivir en comunión con su entorno, su ambiente: su mundo. Así era. Y la ciudad le sentía, le comprendía, y le imitaba. Era su mejor amiga. La que reflejaba su ánimo fielmente. Ella nunca le traicionaba. Y si Ella era recorrida con ríos de lluvia a la luz de las farolas. Las mejillas de Él eran recorridas por lágrimas transparentes a la única luz que a Él le quedaba: la de sus ojos marrones, que con el reflejo de la escasa iluminación del ambiente mostraban un cariz verdoso. Esa luz que solo se apagaría el día en el que se encontrara a dos metros bajo tierra. Él quiso adelantar hasta hoy ese día, sin embargo, el agua no solo se llevara el odio. También arrastró los deseos de ponerle fin a todo. Arrastró la vida de los recuerdos. Solo había quedado humedad. Frío. Todo ello porque Él no solo quedara solo, sino que también suplantado. Ahora Él tenía algo a lo que aferrarse: el frío. El frío vacío.

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